Campos
El pueblo de Campos se encuentra a medio camino entre las costas del Atlántico y la sierra que las acompaña siete kilómetros más adentro. Campos es tranquilo, como sólo los pueblos encalados saben serlo. En el aire flota una especie de orgullo trabajador que procede de sus habitantes, Campos fue levantado con el sudor de sus propios vecinos, y eso impregnó las paredes de las casas con una solemnidad que abraza al visitante esporádico que pasa por él. Los habitantes de Campos son amables y amigos de los que entran en el pueblo, con sólo dos o tres visitas Manolo te recibe con un abrazo que oprime el pecho con fuerza, de unos brazos curtidos a fuerza de trabajo. Puedes sentir su latido contra tu pecho y te empapa de una sensación tan familiar que por un momento crees estar en tu hogar. Entrar en Campos cuando sus vecinos te conocen es como pasear por tus recuerdos de la niñez.
Por una razón que desconozco, en todos los patios de Campos hay por lo menos un naranjo, y todos ellos pintan la tarde con trazos de olor a azahar, a la hora en que los pocos niños del pueblo salen a jugar a la Plaza, situada al final de la Calle Mayor y a los píes de la Iglesia, construida antes que el ayuntamiento y de una sencillez exquisita. En la puerta de las casas, las madres vigilan a sus hijos que juegan, normalmente al escondite o al "tu la llevas", pero hay días en que llegan los nietos de algunos de sus habitantes y ese día los juegos cambian, puede ser a indios y vaqueros, o las chapas de las vuelta ciclista. Es la magia de los niños, se adaptan a cualquier cosa con tal de estar con sus amigos, en esa edad en que los amigos son tantos que no puedes contarlos.
Para los que han tenido la suerte de pasar la niñez en Campos hay un recuerdo permanente, arropado en algún lugar de la memoria, que de vez en cuando surge de forma tan espontánea que hace llorar del asombro que causa.
Campos tiene más historias que habitantes, pues cada persona que ha estado en él ha dejado parte de sí entre las almas que lo pueblan, constancia de ello son estas líneas que tratan de describir lo que sólo se puede experimentar en primera persona.
Por una razón que desconozco, en todos los patios de Campos hay por lo menos un naranjo, y todos ellos pintan la tarde con trazos de olor a azahar, a la hora en que los pocos niños del pueblo salen a jugar a la Plaza, situada al final de la Calle Mayor y a los píes de la Iglesia, construida antes que el ayuntamiento y de una sencillez exquisita. En la puerta de las casas, las madres vigilan a sus hijos que juegan, normalmente al escondite o al "tu la llevas", pero hay días en que llegan los nietos de algunos de sus habitantes y ese día los juegos cambian, puede ser a indios y vaqueros, o las chapas de las vuelta ciclista. Es la magia de los niños, se adaptan a cualquier cosa con tal de estar con sus amigos, en esa edad en que los amigos son tantos que no puedes contarlos.
Para los que han tenido la suerte de pasar la niñez en Campos hay un recuerdo permanente, arropado en algún lugar de la memoria, que de vez en cuando surge de forma tan espontánea que hace llorar del asombro que causa.
Campos tiene más historias que habitantes, pues cada persona que ha estado en él ha dejado parte de sí entre las almas que lo pueblan, constancia de ello son estas líneas que tratan de describir lo que sólo se puede experimentar en primera persona.